martes, 12 de octubre de 2010

La Fuga


A pesar de este escenario algo perturbado, siempre guardo una pequeña esperanza. Mantengo la fe ciega e intacta en lo que me depara cada esquina; miro los televisores, y solo veo puñados de gente queriendo escapar de esta cruda realidad.
Camino por los espacios cívicos, tratando de buscar lo que nos queda de identidad, escarbando en busca de algún gesto solidario, que pueda devolverme la esperanza en esta melancólica tarde de octubre.
En las identidades individuales, puedo ver personas anónimas y consecuentes. En la identidad social, veo solo un desierto. Trato de huir, hundo mis costillas y corro en busca de un suave asilo que libere el triste calvario en que me encuentro.
Emprendo la fuga, me aferro a la suerte y evalúo todas las alternativas de supervivencia. Permanezco quieto, y pienso en las posibilidades que existen para cada uno de remediar sus propios fantasmas.
Así contemplo Santiago. Una ciudad nostálgica en búsqueda de su propio pasado, perdido entre las galerías del centro, esa red de pasillos interconectados tan única en el mundo. Esta ciudad es la posibilidad del tránsito, el espacio compartido en el que es posible esperar un cambio. Una ciudad en transformación, en recuerdo de su dominio, un bar antiguo, un kiosko, baldosas y estatuas de bronce.
Veo todo este Santiago a través de una ventana, mediante un plano general en que contemplo cada uno de estos detalles. Sus calles son con apellido, reconocibles a primera, son sitios patrimoniales. Calles en las que al parecer es posible mirar hacia un futuro algo menos confuso y algo más luminoso. Con una cierta fe de por medio, en que las cosas eventualmente estarán mejores. O al menos, que podrían estarlo.